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« Ellabaile »

Junto a ella.

Post n°30 pubblicato il 26 Febbraio 2009 da viajera67

 

Se sentó en la cama junto a ella.

 

quería deslizar su mano debajo de las sábanas, desabrocharle el camisón, recurrir su cuerpo con las yemas de los dedos, despacio, para que no despertara, estaba preciosa mientras dormía sin sospechar su presencia, sus pantorrillas arrancaban espacio entre colchón y sábanas, quería posar la lengua entre sus nalgas, despacio, para que no se asustara, una noche de juerga, estaba preciosa la señora, le había dicho que la despertara a las ocho, tenía una cita con la sobrina del embajador o algo por el estilo, un jugo de naranja y una tónica después de la ducha, y con mucho hielo, servida en su cuarto.

 

Pero no quería que despertara ni que se fuera con la embajadora esa, quería ponerse en la cama junto a ella, contarle de las noches que esperaba despierta su regreso a casa; cuando llegaba con su mercedes, y veía el chofer que la acompañaba hasta su cuarto, mientras ella miraba sus pasos desde el cierre de la puerta. La señora subía la escalera, despacio, le hubiera gustado tocarla despacio, le quedaba preciosa la falda roja con manchas negras, vislumbraba sus piernas, hermosas piernas blancas levemente bronceadas que ahora podía alcanzar con sus manos, pero no se atrevía, la señora podía despertar, pedirle la tónica antes de la ducha, bostezó y se movió, abrazó la almohada, se moría para tocar aquellos párpados a punto de abrirse a la luz del sol.

 

La Señora se estiró, abrió las piernas, por Dios no lo hagas, luego se fregó los ojos y susurró: “Ya son las ocho, ¿verdad Cecilia?”, “le he traído el desayuno, señora. Tostada con mantequilla y jugo de naranja.” El mechón rubio le cubrió la cara; Cecilia se fijó en sus dedos delgados, en sus uñas pintadas, en su cuerpo serrano. “Pásame el albornoz Cecilia, que me doy una ducha”. “¿Almuerza en casa, señora?”. “No, Cecilia, tengo tarde de golf.”. Otra tarde sin ella. ¿No podía jugar al golf en el jardín de su casa? Le encantaba verla desde la ventanilla del salón mientras le preparaba el almuerzo. ¿Qué razón tenía para irse hasta el club?

 

 

 

II.

 

El chofer estaba listo para acompañar a la señora hasta la casa de la sobrina del embajador. Había limpiado el Mercedes dejándolo luciente, como nuevo. Le abrió la puerta. La señora se estiró las piernas y entró a su carro. Preciosa. La señora estaba preciosa. Carlos apagó la radio. A la señora no le gustaban las noticias. “Ponme un poco de clásica, por favor”. Carlos sintonizó en radio Chopén. La señora bajó la ventanilla de su carro y disfrutó del viento que le mojaba la cara. “Mucho calor en Lima este verano, ¿verdad Carlos?” “Sí, señora”. “Esta noche hay una fiesta en casa del arquitecto Rodrigo…” “Hay toque de queda, señora”. “Sabes que tengo pase, Carlos.” “Sí, señora.”

 

Carlos no soportaba ver borracha a su señora. No le gustaba acompañarla hasta su curto cuando ella regresaba a casa feliz como si nada, cantando canciones a voz en cuello desde su carro, mientras la gente esperaba, miedosa, el fin de la dictadura. Durante la noche los militares paraban su carro en cada esquina, él enseñaba su pase, la señora tragaba su whisky, pero Carlos se fijaba en aquellos jóvenes manchados de sangre al lado de los tanques, la señora adoraba la clásica. “En Miraflores, Carlos, esquina con malecón 28 de julio”. “Sí, señora”. “Ven a recogerme a las ocho, tienes tarde libres”. “Gracias, señora”.

 

III.

 

Cuando Carlos tenía tardes libres iba a ver a su familia que vivía en una barraca en las afueras de Lima. A las cuatro de la tarde cortaban el agua, la luz eléctrica no llegaba hasta el cuarto en el que Carlos había nacido. Carlos se quejaba con su madre por la falta de luz eléctrica en casa. “No la necesito, hijo. Tu padre baja a ver el partido al bar, se bebe sus cervecitas y cuando vuelve a casa me encuentra dormida y se pone tranquilito en la cama”. “De acuerdo, madre, pero la luz es necesaria…” “Un gasto más, hijo”. Carlos pensaba en su departamento lleno de luces en la residencia de la señora. A veces se quedaba leyendo novelas hasta noche honda. De pequeño quería ser escritor, ahora el consuelo de libros escritos por manos de otros. No soportaba la idea que su mamá no tuviese luz. Ni agua, ni teléfono, ni lavadora, pero su mamá le daba besos cuando lo veía llegar con su mercedes nueva. “Es de la señora, mamá”. “Te queda muy bonito el traje, hijo, pareces un señor. “Soy un chofer, mamá”.

 

Luego pasaba a ver a su papá y lo encontraba, como siempre, sentado con otros hombres a tragar cerveza. “Ven aquí, hombre, una cerveza pa’ mi hijo”. Ahora bebía y se acostaba. Cuando era joven volvía a casa borracho y pegaba a su mamá. Carlos despertaba por la noche y salía a protegerla. “Maricón”, le gritaba su papá, porque a Carlos le gustaban demasiado los libros para ser un hombre con huevos bien puestos. “Maricón, lo saben todos que sigues atado a la falda de tu mamá”. “No la toques, papá, ¡ponte en la cama y duérmete de una puta vez!”

 

Ahora tragaba cerveza con su papá. Era viejo, el hombre, ya no molestaba más pero a veces Carlos lo odiaba, como cuando era niño y le decía maricón para joderle la vida.

 

Carlos no era maricón. Nunca se había acostado con un hombre, ni había deseado hacerlo, pero las mujeres le daban miedo, eso sí. Las respetaba, demasiados libros en la cabeza, su padre tenía razón. A las mujeres les gustaban los hombres fuertes y él era sensible, indefenso, encima pobre. No tenía plata ni para invitarlas a un cine. ¿Para qué quieres ir al cine con una chica? Le preguntaba su padre. Pero él pegaba a su mamá. Y eso, a Carlos, no le gustaba.

 

Pensaba en eso cuando se alejó de su barrio para dirigirse hasta Miraflores donde lo esperaba su señora. Se identificó en la entrada de la casa y entró con su carro. La señora se le acercó sonriente: “una tarde estupenda, Carlos, le he ganado cuatro a uno al hijo de la sobrina del embajador.” “Estupendo, señora”. “Te gusta el golf, Carlos?” “Prefiero el football, señora” “Veinte dos hombres luchando para una sola pelota. Un día te vienes conmigo a un partido de golf…” “No me gusta recoger pelotas, señora…” “No tienes que hacerlo, te quedas allí mirando. ¿No te aburres parado en el carro todo el día?”. “Aprovecho para leer y escuchar noticias, señora” “Son tan aburridas. Siempre hay huelgas y violencias y terroristas que atracan a bancos o ponen bombas en las calles donde niños inocentes…” “Sí, señora”. “Aquí en el malecón, Carlos, a la derecha…” “Conozco la calle, señora…”. “¿Quieres subir un rato a la fiesta?” “Prefiero esperarla fuera, señora.”

 

 

IV.

 

Carlos se paró fuera a esperarla. Oía la música y veía hombres y mujeres con ropa bien puesta que salían a tomarse copas en la terraza. A las doce y cuarenta la señora abrió la puerta de su mercedes y entró en su carro. A Carlos casi le da un susto: estaba medio dormido. “Vámonos a casa, Carlos, ya estoy harta de fiesta y de cócteles”. En la avenida Arequipa el primer bloque policial. Carlos vio a un chico sentado en el suelo. Atado manos y pies, con la sangre que le colaba de la sien, miraba a Carlos y a la señora esperando fueran periodistas o por lo menos buena gente. Carlos no podía decir nada: era sólo un chofer. La señora miró hacia el chico, le salió una mueca entre el miedo, la compasión y el deseo de encontrarse en otro lugar. “Listo”, dijeron los del ejercito, “que tenga un buen viaje, señora”. La señora no contestó. Tragó un poco de whisky, demasiada clásica en la cabeza. Carlos conducía en silencio. “¿Era un terrorista, verdad Carlos?” Rompió la señora. “Tal vez un simple estudiante, señora”. “¿Por qué protestan tanto, Carlos?” “Hay quien no tiene un pase como el suyo, señora, y le apetece igual que a Usted disfrutar de las noches de Lima.”. “Es que no hay orden en esta ciudad…” “Usted, señora, habla mucho de Europa, pero ¿sabes qué pasa en estos momentos en las universidades de París mientras aquí estamos en plena dictadura militar?” “Allí la gente está más acostumbrada a la libertad, Carlos.” “Puede ser, señora”. Y pensó en el chico sentado al lado del tanque… “Ponme un poco de música, ¡anda!” “Está prohibido, señora. Dentro de nada llegamos a su casa. Allí puede hacer todo lo que desea, señora” “Allí me siento presa”. “¿Qué dice, señora? Usted tiene una casa bien bonita…” “Perdóname, Carlos, es que estoy un poco borracha y la ciudad vacía me da miedo…”

 

V.

 

Cecilia los esperaba desde la tarde. Había estado mirando desde la ventana a cada rato. A ver cuando llega la mercedes con la señora adentro. No tenía vergüenza de su pasión hacia la señora. Se sentía libre, acababa de regresar de Europa, había vivido en París varios años y allí había descubierto su amor hacia las mujeres. Los chicos le parecían fríos, no ligaba con ellos. En cambio las francesas le parecían hermosas, dulces, interesante, mujeres con estilo, vaya. Trabajaba en una pastelería del centro y había descubierto que la dueña era lesbiana y vivía con su pareja. Al principio la cosa le pareció rara pero poco a poco se fue acostumbrando y hasta llegó a gustarle la relación entre mujeres.

 

Cuando iba a fiestas privadas veía a las mujeres que se acariciaban los hombros, las espaldas, le parecía erótico el ambiente que se creaba. Un día se dio cuenta que Elena, la morena, le gustaba un montón. Entraba todo los días en la pastelería a comerse su bollo y su café con leche. Sabía que era lesbiana, era una de las íntimas de las dueñas. Cecilia era joven, no tenía prejuicios. Pero se descubrió esperándola cada mañana, necesitaba su sonrisa, y un día incluso le preguntó su nombre y otras cosas más.

 

La volvió a ver a una fiesta, y sí que ya eran casi amigas. La vio mientras charlaba con una rubia, no le quitó los ojos de encima, quería que la mirara, que le dijera algo, pero Elena ni la veía, ni se acercaba, nada. Cecilia la miraba de reojo, a ver si alguien se da cuenta y me toma por pervertida. Bueno, en un ambiente así todo era normal, pero ella controlaba su deseo, o por lo menos esto intentaba. Cuando de repente se da la vuelta y ve a Elena besándose con la rubia. No sabe lo que le pasó: miedo, envidia, celo, ni se lo preguntó.

 

Tuvo ganas de huir, de volver a su casa, de ordenar sus ideas. Cogió sus cosas y se dirigió hasta la puerta donde encontró la mirada de sus amigas. “¿Ya te vas?” “Lamento, no estoy bien” y se sonrojó como a una niña. Por las calles de París se sintió perdida. Quería abrazar a Elena, quería darle un beso, pasear con ella, quería no haber visto lo que vio. Esperaba solo que sus amigas no se hubiesen dado cuenta de nada. Pero las mujeres son listas y se habían enterado de todo.

 

 

Elena no había vuelto a la pastelería, y esto la molestaba. “¿Se habrá enterado de algo? ¿Tendrá otras cosas qué hacer, está pasando de mí?” Preguntó por ella y volvió a sonrojarse. “¿Te pasa algo mi amor?” “Pienso que me guste Elena” comentó de repente. “¡Ésta sí que es una noticia!! ¡Brindemos, mujer!!”. “¡Pero no sé qué hacer!!” “Que seas natural cuando la veas. ¡Nada más, corazón!!” Y fue así que poco a poco Cecilia entró de lleno en este mundo que ella misma no sabía ni como definir. Años después, cuando ya era una veterana del ambiente, decidió volver a Lima, a casa de su abuela. Estaba mal, la pobre, y consiguió a Cecilia un trabajo como camarera en la casa de una señora muy distinta, de un barrio alto de la ciudad.

 

Tenía veintiocho años Cecilia, necesitaba un cambio en su vida, París se estaba volviendo loca en aquel mayo del ’68, muchas mujeres, muchas historias en la cabeza. Lima una temporada no le vendría mal. Pensaba en esto cuando vio el carro de la señora que entraba por el jardín de su casa. Está loca la tipa, pensaba, ir dando vueltas por Lima a estas horas de la madrugada. Pero era justo esto lo que le gustaba de ella: su vida bohemia en una Lima en plena dictadura militar.

 

 

VI.

 

Lo primero que vio fueron sus piernas blancas que bajaban del carro, sus pies borrachos que deslizaban en el suelo. Otra noche de yerga, pensó Cecilia. Bajó a buscarla emocionadísima. Quería abrazarla, llevarla a su cama. “¿Desea algo, señora?”. Un baño caliente y una copa antes de acostarme. “Le preparo la copa, señora.” No le gustaba que tomara copas sin parar, pero esto quería decir que la iba a ver un rato más, cuando su cuerpo perfumado salía del baño, cuando se quitaba el albornoz y se ponía el camisón. Lo hacía de espalda pero Cecilia vislumbraba sus piernas ligeramente mojadas, el sostén pegado a los hombros más hermosos que hubiese visto nunca, intentaba decir algo pero la voz no le salía, un comentario, una noticia, ¿qué podía interesarle a la señora?”. “Gracias, Cecilia, mañana no me despiertes. Dormiré hasta tarde”. “De acuerdo, señora”. Y serraba despacio la puerta lanzando una última mirada al cuarto de su deseo, luego a su cama, abrazando la almohada como si fuera ella.

 

 

“Tengo que hacer algo” pensó Cecilia, “por lo menos que se quede conmigo a charlar un rato antes de acostarse, que seamos amigas, que le cuente mis cosas, que comparta las suyas.” La señora había viajado a París pero nunca le preguntaba nada sobre su vida en París. Hablaba París como si hubiera nacido allá. Para Cecilia París eran los labios de Elena que un día había conseguido tocar, eran sus paseos en el barrio latino, sus tostadas, sus cafés con leche.

 

 

Y luego en la cama con ella leyendo a Cortazar: ”Toco tu boca, con el dedo toco el borde de tu boca…”. Vaya cosas hermosas que se podían escribir.

 

“¿Por qué le gusta tanto París, señora?”

 

 
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